No somos responsables del daño que nos causan los demás. Pero una vez que nos han dañado, ¿qué hacemos con nuestro dolor?
Una de las cosas más difíciles de asumir en la vida es que otro ser humano sea capaz de acosarnos, invadirnos, abusar de nosotros o agredirnos física, verbal o psicológicamente. La agresión y la violencia humana son fruto de la ignorancia, pero pueden llegar a producir un daño inmenso, a veces, con terribles consecuencias para nuestra integridad física o la de nuestros seres queridos.
Ante el daño recibido, es inevitable sentir dolor. Cuando nos resulta insoportable, es como si el tiempo se hubiera detenido en aquél momento fatídico del pasado en el que irrumpió el dolor. Hay ocasiones en las que el daño es irreversible: la pérdida de algo valioso, la ruptura abrupta de una relación afectiva o la pérdida de un ser querido. En este caso, el vacío que nos produce su ausencia, lo llenamos adoptando una identidad de víctima. Es una forma de mantener la lealtad hacia quienes hemos perdido, de continuar unidos emocionalmente a ellos y de poder soportar tanto dolor.
Mediante esta identidad de víctima, intentamos protegernos del dolor, aunque en realidad, tan sólo nos disociamos de él. Nos quedamos ofuscados con el pasado, alimentando el resentimiento hacia quien nos dañó, y de vez en cuando, abrimos una rendija ilusoria hacia el futuro, albergando la esperanza de que, cuando nos pidan perdón, el daño quedará reparado. Incluso aunque sea irreparable. Todo con tal de evitar sentir el dolor.
Pero permanecer en la identidad de víctima nos impide ocuparnos de nuestro dolor. Desde el rol de víctima, percibimos agresor, daño y dolor fusionados con tanta fuerza, que nos olvidamos de que son tres elementos diferentes. El resentimiento, el deseo de que se haga justicia, el secreto anhelo de venganza, la esperanza de que quien nos dañó se arrepienta y repare el daño pidiendo perdón, nos mantienen oscilando entre el pasado y el futuro, alejados del momento presente, que es donde continúa el dolor.
La salida de este círculo vicioso se produce mediante el perdón. Pero la influencia cultural y religiosa nos confunde acerca de su significado. Al parecer, examen de conciencia, arrepentimiento, propósito de enmienda y petición de perdón son requisitos imprescindibles para que los dioses perdonen. Pero para perdonar, no es preciso ocupar el trono de los dioses ni adoptar la posición de superioridad que se atribuye quien perdona. Todos podemos perdonar sin necesidad de poner condiciones y sin que nos pidan perdón. Necesitamos hacerlo, porque mientras no sepamos perdonar, seguiremos sufriendo.
Perdonar es soltar todo lo que nos está impidiendo responsabilizarnos de nuestro dolor. No es un acto externo, de condescendencia, dirigido hacia quien nos dañó, sino un acto personal e íntimo. No es un acto de la voluntad, sino un estado de conciencia, una profunda comprensión de que lo importante es no generar más sufrimiento. Ni siquiera tenemos que pronunciar “te perdono” para poder perdonar. Basta con sentirlo. Perdonar es un acto de liberación psicológica, de apertura a la realidad del dolor. Es aceptar que el pasado ya fue y que el futuro no es. Es asumir que el daño ya está hecho y que, ni el resentimiento ni que nos pidan perdón va a cambiar los hechos ni va a aliviar nuestro dolor.
Perdonar es soltar la identidad de víctima para que, en su ausencia, se disuelva la fusión entre agresor, daño y dolor en la que estamos atrapados. Al perdonar, dejamos ir a quien nos dañó. Eso no le libera de su responsabilidad por el daño causado. Es más, aunque quisiéramos, no podríamos hacerlo: no tenemos tanto poder. Cada uno es responsable de sus acciones. Se arrepienta o no, pida perdón o no, eso nunca va a cambiar.
Al perdonar, también permitimos que el daño quede atrás, en su sitio: en el pasado. De nada sirve mantenerlo en el presente si ya no lo podemos cambiar. Perdonar no es olvidar que nos han dañado, sino asegurarnos de que el resentimiento y los recuerdos no nos impiden ocuparnos del dolor. El dolor es lo único que pertenece al presente. El único lugar donde podemos sanarlo es aquí y ahora. Esa es nuestra labor y nuestra responsabilidad.
Nos cuesta tanto perdonar porque, al hacerlo, nos quedamos solos frente al dolor. Nos resistimos a hacerlo porque no queremos sentir más dolor. No sabemos qué hacer con el dolor. Seguimos creyendo que quien nos dañó es quien debe reparar el daño y aliviar nuestro dolor. Pero cuando somos capaces de darnos cuenta de que eso no va a ser así, sólo cabe rendirnos a la realidad y ocuparnos del dolor.
Dejar ir al causante del daño duele. Dejar que el daño regrese al pasado duele. Perdonar duele. Pero no porque produzcan dolor, sino porque al hacerlo, emerge el dolor que estaba contenido por el resentimiento, por la identidad de víctima, por la eterna lucha contra quien nos dañó.
Sólo uno mismo puede sanar su dolor. Cuando nos hacemos responsables del dolor, permitiendo que el dolor sea, y lo vivimos con conciencia, estando plenamente presentes, acogiéndolo con compasión, en lugar de haber más sufrimiento, empieza a sanarse el dolor. Perdonar es dar otra oportunidad al amor.
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