El egoísmo como guión de vida

Los seres humanos estamos en permanente construcción. Desde la infancia, el sistema educativo nos estimula a poner interés en que nuestro desarrollo cognitivo progrese adecuadamente. Sin embargo, apenas nos ocupamos de cómo va transcurriendo nuestro desarrollo emocional. Al llegar a la edad adulta, los problemas que nos vamos encontrando los afrontamos siguiendo un guión emocional oculto, escrito por nuestro egoísmo.

Las experiencias emocionales de la infancia son los cimientos sobre los que edificamos al adulto que llegamos a ser. Durante los primeros años de vida, la forma en que vayamos transitando por los distintos procesos evolutivos emocionales va a marcar nuestra forma de mirar el mundo y de desenvolvernos en él. Las carencias emocionales no reparadas, acaban formando parte de nuestra personalidad adulta. Por mucho que hayamos desarrollado nuestras capacidades intelectuales, seguimos estando limitados por los procesos evolutivos emocionales que no pudimos completar.
 
Durante los primeros meses de vida, sólo tenemos necesidades. Dependemos de los demás para satisfacerlas de inmediato, ya que de ello depende nuestra supervivencia. Sólo podemos ocuparnos de nuestro propio bienestar, ya que nuestras capacidades relacionales aún son muy limitadas. Todo lo recibimos de los demás y apenas podemos dar nada a cambio.

A partir del primer año, comenzamos a construir el yo, una estructura psicológica que nos prepara para cuidar de nosotros mismos y obtener lo que necesitamos. Junto al yo surge el deseo de obtener todo aquello que nos causa felicidad y el rechazo hacia todo lo que nos produce sufrimiento. La dificultad para conseguir estas dos metas inalcanzables da lugar a un sentimiento de frustración que nos mantiene en una insatisfacción permanente. Pero perseverar en el intento nos sirve para crecer.

Durante esta etapa, somos egocéntricos y narcisistas. Pero no porque lo hayamos elegido, sino porque apenas podemos ir más allá de nosotros mismos todavía. Sólo sigue interesándonos nuestro propio bienestar, pues aún no somos capaces de ponernos en el lugar de los demás. Al adquirir cierta independencia, empezamos a creer que somos autosuficientes y que podemos conseguir todo lo que deseemos. De aquí surge nuestra sensación irreal de omnipotencia. Pero, cuando no podemos obtener algo por nosotros mismos, creemos que los demás están a nuestra disposición y tienen la obligación de hacer todo lo necesario para proporcionárnoslo. Si no, les responsabilizamos de nuestra frustración.

A esta edad, somos incapaces de admitir que en una misma persona u objeto puedan convivir simultáneamente aspectos que nos resulten agradables y desagradables, positivos y negativos. Nos volvemos selectivos y vemos a los demás en extremos excluyentes: buenos o malos, conmigo o contra mí. Idealizamos lo que nos gusta y negamos lo que no nos gusta, para evitar la frustración.

Pero a partir del segundo año, como la frustración persiste, aprendemos a imponer nuestra voluntad a los demás utilizando la exigencia y la agresividad para obtener bienestar. Desde este yo incipiente, no podemos ver “nosotros”, sino que sólo vemos “yo” y “tú”. Pero para ser más “yo”, necesitamos diferenciarnos de los demás y nos empeñamos en controlarles cuando descubrimos el poder del “no”.

Si miramos el mundo de un niño de dos años con nuestra mentalidad de adultos, sólo vemos egoísmo. Pero a esa edad, un niño no actúa por egoísmo, sino que necesita todas estas actitudes egocéntricas para poder proseguir su proceso de crecimiento emocional. Durante las siguientes etapas, las podrá ir integrando y transformando en actitudes más maduras, que le permiten ir superando el egocentrismo.

Pero el resto de este proceso no podemos hacerlo solos. A los padres y a la familia les corresponde la importantísima tarea de ir enseñándonos a poner orden en este desolador panorama egocéntrico en el que, de lo contrario, nos quedaremos atrapados. Tal vez, como a ellos mismos les sucedió.

En una dinámica familiar adecuada, maduramos. Aprendemos a quedar excluidos temporalmente sin sentirnos abandonados o rechazados. A estar solos sin sentir soledad. A diferenciar los deseos de las necesidades, la culpa de la responsabilidad, la envidia de la admiración. A integrar lo bueno y lo malo de una misma persona. A aplazar la satisfacción de las necesidades. A colaborar en lugar de competir. A pedir sin exigir. A poner límites a nuestros deseos y a asumir la realidad. A sentir empatía, a interesarnos respetuosamente por los demás y por el bien común, para salir de nuestro egocentrismo.

El sentimiento de pertenencia a la familia nos proporciona el “nosotros” que nos da identidad. Esto nos faculta para saber quiénes somos y ser solidarios con los demás. Posteriormente, nos permitirá construir parejas sólidas, con “tú”, “yo” y “nosotros”, en lugar de meras relaciones de “tú” y “yo”.

En cambio, cuando los adultos miramos el mundo con la misma perspectiva emocional que cuando teníamos dos años, sí que actuamos con egoísmo. Seguimos intentando dominar a los demás, incluso en nombre de la libertad. Pero ocupándonos sólo de la nuestra, sin interesarnos lo más mínimo por la libertad y el bienestar de los demás: abandonándoles a su suerte. Sin embargo, la libertad llega cuando nos liberamos del egoísmo. O mejor aún, del yo. Mientras tanto, seguiremos atrapados.
 

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