Mientras hay armonía entre lo que sentimos, pensamos y hacemos, nuestra vida fluye con espontaneidad. Cuando dejamos de estar en contacto con nosotros mismos, este proceso organísmico pierde su equilibrio natural y aparece el malestar emocional, la insatisfacción y el sufrimiento: señales que nos anuncian que hay algo que no estamos viendo.
Con demasiada frecuencia, actuamos sin ser conscientes de lo que hacemos, para qué lo hacemos y sobre todo, sin darnos cuenta de las consecuencias que tiene para nosotros y para los demás lo que hacemos. Al actuar sin conciencia, el malestar se va acumulando en nuestro interior. Sin embargo, no nos damos cuenta de ello hasta que alcanza un nivel que nos resulta insoportable.
Nuestra primera reacción ante la insatisfacción suele ser mirar a nuestro alrededor, buscando a quién responsabilizar de lo que sentimos: la pareja, la suegra, el jefe, los políticos... Cuanto más nos duele, más lejos intentamos situar al responsable. Esta forma de reaccionar nos mantiene en un estado de ofuscación e ignorancia, desde el que actuamos de una forma neurótica: haciendo lo mismo de siempre y esperando resultados diferentes.
La insatisfacción así no desaparece sino que sigue en aumento. Mientras sigamos creyendo que nuestro sufrimiento depende de los demás, tomaremos decisiones precipitadas para librarnos de ellos. Nos casamos, nos divorciamos, cambiamos de trabajo, de pareja, de casa, de ciudad… Todo habrá sido en vano cuando, inexplicablemente, en el nuevo escenario nos volvamos a encontrar con los mismos problemas que intentábamos dejar atrás. Hacer cambios radicales en nuestra vida no garantiza que vaya a mejorar nuestra situación. Porque sin saber qué, cómo y para qué estamos actuando, lo único que hacemos es huir del sufrimiento, en lugar de aprender a afrontarlo.
El sufrimiento va donde nosotros vayamos. Es una señal que nos indica que algo no estamos viendo. Sufrimos más por nuestra forma de mirar que por lo que vemos. Pero estamos tan pendientes de responsabilizar a los demás de lo que nos pasa, para huir del sufrimiento, que lo último que se nos ocurre es dirigir la mirada hacia nosotros mismos. Esto es lo que nunca atendemos. Si lo hiciéramos, empezaríamos a descubrir la relación que existe entre el malestar que sentimos y nuestra forma de actuar. Sin mirar donde no miramos, ¿cómo vamos a poder ver lo que no vemos?
Esto que aparentemente es tan simple, es muy difícil de hacer por uno mismo. Es muy difícil mirar hacia nosotros mismos y cuestionar nuestra forma de interpretar la realidad. Todo lo que sucede en el exterior lo interpretamos de forma sesgada, a través del filtro distorsionador de nuestro estado emocional. Cada situación del presente que nos causa malestar, reaviva conflictos emocionales del pasado que aún no hemos sabido resolver.
La insatisfacción así no desaparece sino que sigue en aumento. Mientras sigamos creyendo que nuestro sufrimiento depende de los demás, tomaremos decisiones precipitadas para librarnos de ellos. Nos casamos, nos divorciamos, cambiamos de trabajo, de pareja, de casa, de ciudad… Todo habrá sido en vano cuando, inexplicablemente, en el nuevo escenario nos volvamos a encontrar con los mismos problemas que intentábamos dejar atrás. Hacer cambios radicales en nuestra vida no garantiza que vaya a mejorar nuestra situación. Porque sin saber qué, cómo y para qué estamos actuando, lo único que hacemos es huir del sufrimiento, en lugar de aprender a afrontarlo.
El sufrimiento va donde nosotros vayamos. Es una señal que nos indica que algo no estamos viendo. Sufrimos más por nuestra forma de mirar que por lo que vemos. Pero estamos tan pendientes de responsabilizar a los demás de lo que nos pasa, para huir del sufrimiento, que lo último que se nos ocurre es dirigir la mirada hacia nosotros mismos. Esto es lo que nunca atendemos. Si lo hiciéramos, empezaríamos a descubrir la relación que existe entre el malestar que sentimos y nuestra forma de actuar. Sin mirar donde no miramos, ¿cómo vamos a poder ver lo que no vemos?
Esto que aparentemente es tan simple, es muy difícil de hacer por uno mismo. Es muy difícil mirar hacia nosotros mismos y cuestionar nuestra forma de interpretar la realidad. Todo lo que sucede en el exterior lo interpretamos de forma sesgada, a través del filtro distorsionador de nuestro estado emocional. Cada situación del presente que nos causa malestar, reaviva conflictos emocionales del pasado que aún no hemos sabido resolver.
Nuestras creencias, la forma de mirar el mundo heredada de nuestra familia o nuestro estado emocional influyen poderosamente en nuestra forma de interpretar lo percibido. Cada uno lo hacemos según nuestro propio estilo personal. Para protegernos del dolor, tratamos de construir una realidad que nos resulte soportable. Seleccionamos lo que satisface nuestras expectativas y necesidades e ignoramos lo que nos resulta insoportable. A continuación, tomamos la parte seleccionada como si fuera el todo, o peor aún, la completamos imaginariamente con lo que nos gustaría que hubiera. El resultado es una composición subjetiva global, una alucinación individual que cuando es compartida con otros, la llamamos realidad. Esta es la base del sufrimiento.
Todo esto tiene repercusiones en las relaciones que mantenemos con los demás y en las consecuencias de nuestros actos. En realidad, todos sabemos que nuestra actitud hacia los demás tiene mucho que ver con la forma en que los demás nos tratan luego a nosotros. Pero solemos invertir el orden de los factores. Justificamos lo que hacemos, diciendo que es una forma de responder a lo que nos hicieron previamente. Esto no conduce a ninguna parte, sino que perpetúa los conflictos y dificulta su resolución. Prueba de ello es que, aunque estamos tan convencidos, el malestar sigue creciendo.
Como mucho, podemos saber lo que nosotros pensamos, sentimos o hacemos. Sin embargo, damos carácter de certeza a lo que creemos que sienten, hacen o piensan los demás. Y actuamos en consecuencia. Por eso, repetimos en el presente las mismas escenas del pasado, porque cuando miramos, sólo vemos en ellas lo que necesitamos ver: nuestros conflictos internos pendientes de resolver.
Esperar que cambien los demás no sirve de nada. Para sanar nuestro dolor y recuperar la armonía necesitamos encontrar la forma de salir de nuestra ceguera interior. Reflexionar sobre lo que está sucediendo nos permite ampliar la mirada e incluirnos a nosotros mismos. Si queremos dejar de sufrir, necesitamos mirar donde no miramos, para ver lo que no vemos. Esto es lo más difícil. A veces nos cuesta tanto, que necesitamos que alguien nos ayude a hacerlo.
2 comentarios:
Hola Jose Gomez, Nadie me había dicho las cosas como tu las escribes neta ,y voy al Psiquiatra,he ido a terapias he tomado cursos de tanatología,nadie me movio como tu .y si mi protocolo me etiqueta síndrome depresivo Ansioso .x favor mi correo te lo envie me interesa seguirte y SER YO . y mas conciencia un abrazo y gracias x aserme sentir diferente y ver l k tengo k ver no lo k kiero
Hola, Anónimo.
Bienvenido y gracias por compartir tu experiencia.
Me alegro de que hayas encontrado una nueva forma de mirar, pues sin duda, te permitirá empezar a ver lo que antes no veías.
Un abrazo
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