Cuando algo nos desestabiliza y no sabemos cómo afrontarlo, la cultura de la psicología de consumo nos ofrece un nombre para lo que estamos experimentando y un método para luchar contra ello. Con esta cómoda solución, podemos seguir sin mirar lo que está pasando en nuestra vida y sin cuestionarnos a nosotros mismos. Los síntomas remitirán, pero como en el Juego de la Oca, tan sólo habremos regresado a la casilla de salida.
Nos encanta jugar con la vida. Cada vez que sentimos que en nuestro interior algo no está en su sitio, en lugar de mirar qué estamos haciendo nosotros, nos dedicamos a señalar las heridas que nos están haciendo los demás. No vemos cómo nos peleamos con el mundo para evitar que nada nos afecte.
Afortunadamente, la vida es mucho más que un juego. Lo que sucede en nuestra vida siempre tiene algo que ver con nosotros mismos. Seguramente no podemos elegir las circunstancias que acontecen ni la actitud de los demás, pero sí podemos elegir nuestra forma de afrontarlo.
La vida nos ofrece un sinfín de oportunidades para ampliar la conciencia. Nos corresponde a nosotros aprovecharlas y seguir avanzando, o conformarnos con regresar una y otra vez a la casilla de salida. Cada crisis, cada contrariedad, cada circunstancia adversa puede ser tan sólo una experiencia de sufrimiento o convertirse en una oportunidad para descubrir algo de nosotros mismos y avanzar en nuestro proceso de desarrollo personal.
Mientras nos limitemos a poner nombre a los efectos que producen en nosotros las circunstancias, seguiremos estando a merced de ellas. Un nombre sitúa el problema fuera de nosotros, y deja intacta nuestra responsabilidad en lo que está sucediendo. Elegimos vivir en el autoengaño, en la dulce ignorancia: mirando al efecto como si fuera la causa del problema y peleando contra él.
Necesitamos recuperar la capacidad de indagar, el sentido común que nos permita leer entre líneas lo que la vida nos pone delante. No basta con nombrar lo que nos afecta. Es preciso contactar con el dolor y poner otra mirada, que nos incluya a nosotros mismos. No sólo nombrar la depresión, sino permitirnos sentir la tristeza y confrontar nuestra idealizada omnipotencia; además de nombrar la ansiedad, confrontar nuestro excesivo control y nuestra incapacidad de actuar; además de nombrar el estrés, afrontar el problema que estamos evitando y dejar de ignorar nuestra necesidad de descansar.
Trasladamos esta mirada de autoengaño a nuestros hijos adolescentes. Preferimos nombrar la anorexia, en lugar de preguntarnos qué está pasando en la familia para que alguien se haya puesto en huelga de hambre; nombrar la bulimia, en lugar de reconocer el enorme vacío afectivo que les hemos creado y que ahora no saben cómo llenar. Preferimos creer que el alcoholismo o la drogadicción son cosas de la edad, en lugar de cuestionarnos dónde hemos estado nosotros como padres durante sus primeros doce años, los mismos que llevan necesitando nuestra proximidad afectiva, nuestra orientación y apoyo, que ahora les permitiría salir al mundo con autonomía y madurez.
Todo comienza en la infancia. Preferimos dejar al bebé que llore sin consuelo, por nuestra comodidad, en lugar de darle el contacto corporal y emocional que necesita para contener su desasosiego. Preferimos nombrar sus rabietas o decir que las hacen para llamar la atención, en lugar de preguntarnos qué clase de atención emocional les estamos prestando a nuestros hijos; nombrar su hiperactividad, en lugar de preguntarnos si les estamos dando el espacio y tiempo que necesitan para moverse, y si les estamos enseñando a reconocer sus emociones e impulsos; nombrar su déficit de atención, en lugar de escuchar lo que tienen que decirnos, y asumir que aún le quedan muchos años para poder comportarse en clase como un alumno universitario.
¿Dónde estamos mirando mientras estamos vivos? ¿A qué esperamos para asumir la responsabilidad de nuestra propia vida y para dejar de responsabilizar al Vademecum, al DSM-IV o a la mala suerte de todo lo que nos pasa?
Vamos desde la casilla de salida hasta la casilla del problema. Y de ahí, vuelta a empezar. Nunca más allá de la misma casilla a la que llegaron nuestros padres, nuestros abuelos… Siempre la misma mirada. Dejando fuera de la conciencia una gran parte de nuestra realidad.
Buscamos soluciones rápidas, mágicas, infantiles, que no hieran nuestro narcisismo, que no nos pongan delante nuestra propia realidad. Porque creemos que no la soportaríamos. Preferimos volver a la casilla de salida una y otra vez; continuar mirando la vida con la misma mirada. Así, nada cambiará. Y lo peor de todo, es que las mismas actitudes ante la vida, la misma mirada hacia los problemas seguirá transmitiéndose de generación en generación, dejando una estela de sufrimiento a su paso.
Situarnos como espectadores de los problemas nos aleja de nosotros mismos y por tanto, de nuestros propios recursos para afrontarlos. Ampliar la mirada nos permite poner más conciencia en cómo nosotros mismos creamos nuestra realidad. Sólo entonces, podremos cambiar el rumbo de nuestra vida y dejaremos de cometer los mismos errores.
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