Somos los constructores de nosotros mismos. La estructura que sustenta nuestra identidad es una construcción elaborada a partir de la estructura de nuestra familia de origen. La forma en que hemos llevado a cabo este proceso determina nuestra forma de relacionarnos con los demás.
Desde el enfoque sistémico constructivista, y cabría decir que desde el sentido común, una familia está estructurada cuando están definidas con nitidez las dos subestructuras que la conforman: la parental, formada por los miembros de la pareja, y la fraterna, formada por los hijos. Dentro de cada subestructura, sus miembros se relacionan entre sí como iguales. Sin embargo, existe una jerarquía entre ambas, determinada por la responsabilidad y la autoridad: los padres son responsables de los hijos hasta que estos son adultos y por tanto, tienen autoridad sobre ellos.
En la subestructura parental, ningún miembro de la pareja tiene autoridad sobre el otro ni es responsable de él. Ambos asumen conjuntamente la responsabilidad sobre los hijos menores, negocian sus discrepancias y llegan a acuerdos. Su autoridad es unidireccional y descendente hacia los hijos. Cuando adopta forma de T, estructura e integra, y cuando es como una V, confunde y divide.
En la subestructura fraterna, los hijos se relacionan entre sí como iguales. Ninguno tiene autoridad ni responsabilidad sobre sus hermanos, ya que ambas facultades les corresponden a los padres. Sin embargo, los padres no los consideran iguales: según su edad y capacidades, van cediéndoles espacios crecientes de responsabilidad sobre sí mismos, facilitándoles la adquisición de autonomía y madurez.
En una familia estructurada, cada uno de sus miembros ocupa el lugar que le corresponde, asume sus funciones y no se atribuye funciones que corresponden a los demás. Esto tiene una importancia capital, pues la familia de origen es el molde con el que hemos construido nuestra estructura interior, y sobre esta se sustenta nuestra identidad. Cualquier desestructuración familiar perturba las referencias identitarias de los hijos y deja en ellos heridas abiertas que dificultarán su individuación como adultos.
Socialmente, se considera que una familia se desestructura cuando la pareja se separa. Sin embargo, la separación no es más que la constatación de las dificultades que está teniendo la pareja para construir y mantener un núcleo de convivencia estructurado. Cuando el padre no hace de padre, la madre no hace de madre, uno quiere mandar sobre el otro, o no actúan conjuntamente respecto a los hijos, la familia está desestructurada. Cuando los hijos no se relacionan como iguales entre sí, sino que unos tienen autoridad sobre otros o se sienten responsables de ellos, la familia está desestructurada. Cuando el padre o la madre ocupa el lugar de los hijos o alguno de los hijos o alguien externo a la familia (abuelos, tíos, etc.) ocupa el lugar de los padres, la familia está desestructurada. Cuando alguno de los padres no se siente responsable y con autoridad sobre sus hijos, o permite que alguien externo asuma alguna de sus funciones parentales, la familia está desestructurada.
Todas las familias, en mayor o menor medida, están desestructuradas. Pero lo que más problemas nos genera es creer lo contrario. La estructura de la familia determina las dinámicas de interacción de todos sus miembros. Los patrones de relación derivados de la posición que hemos ocupado en nuestra familia de origen van a marcar nuestra forma de relacionarnos con los demás. Todo lo que era habitual en nuestra familia de origen lo incorporamos a nuestros valores y actitudes y nunca lo cuestionamos. Al ignorarlo, mantenemos en la sombra nuestra propia desestructuración interior, derivada de la desestructuración familiar. Desde ahí estamos mirando al mundo, a los demás y a nosotros mismos.
Sólo podemos construir configuraciones de la realidad que sean compatibles con nuestra forma de mirar el mundo. No existe un mundo objetivo ahí fuera que sea igual para todos. En nuestras relaciones personales, cada uno vemos algo distinto. Configuramos las relaciones y su contexto de la misma forma que hemos construido nuestra estructura interior.
Cuando los conflictos con las personas próximas se repiten, es muy probable que los estemos viviendo desde una posición similar a la que ocupábamos en nuestra familia de origen. Las heridas no sanadas se abren y se reaviva el dolor. Entonces, dejamos de relacionarnos con las personas del presente, y superponemos sobre ellas los patrones de relación con nuestras figuras parentales o fraternas del pasado. El mundo no está lleno de réplicas de nuestros padres o hermanos. No son los demás los que se comportan como ellos. Es nuestra posición y actitud en la relación la que nos hace percibirlos así.
Ignorar la forma en que hemos construido nuestra identidad es uno de los mayores obstáculos para reconocer el origen de nuestros problemas al relacionarnos con los demás. La desestructura y los patrones de relación vividos en nuestra familia de origen forman parte de nosotros mismos, junto al conflicto interno que nos generaron. Esto resurge en todas nuestras relaciones, especialmente con la pareja. Con ella lo transmitimos a la familia que formamos, y todo se repite de nuevo. Todo esto empieza a cambiar cuando somos conscientes de que estamos desestructurados.
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