Estamos acostumbrados a utilizar la palabra conciencia, pero en realidad no sabemos a qué nos estamos refiriendo exactamente. La conciencia no se ve. No se percibe con los sentidos. No sabemos lo que es la conciencia, pero la conciencia sí sabe lo que somos nosotros.
En nuestra cultura, la influencia de la religión dota a la conciencia de un significado moral, asociado a dos conceptos ambiguos: el bien y el mal. No todas las culturas, familias o personas tenemos la misma opinión acerca de lo que es correcto. Cada definición de conciencia moral suele hacer coincidir el bien con el propio criterio y sitúa el mal en todo aquél que se atreva a cuestionarlo.
Esta visión infantil y manipuladora de la conciencia se mantiene y se transmite, de generación en generación, mediante los patrones y personajes familiares. Cada familia tiene sus propios valores, que llevan implícita su particular definición acerca del bien y el mal. Todos, en cada familia, saben lo que se espera de ellos. Es difícil que algún miembro lo cuestione, pues pondría en riesgo su pertenencia a la familia y por tanto, su identidad.
Todos hemos incorporado este concepto moral al que denominamos conciencia. Adopta la forma de un padre interiorizado con el que nos juzgamos a nosotros mismos y a los demás constantemente. Esto origina un mecanismo perverso, pues actuar con arreglo al criterio familiar lo asociamos con el bien y por tanto, con tener conciencia. Aprendemos así a no cuestionarnos nada, a vivir condicionados, actuando tal y como se espera de nosotros, repitiendo los roles y patrones familiares. Inconscientes de nuestra inconsciencia.
Sin embargo, la conciencia nada tiene que ver con la moral. Es algo mucho más simple: la conciencia es darse cuenta de lo que acontece en el momento presente. Eso es todo. Es tan simple, que nuestra mente racional se llena de preguntas: ¿darse cuenta de qué? ¿qué es el presente? Entonces, nos damos cuenta de nuestra ignorancia: en realidad, no lo sabemos. La vida es una oportunidad para descubrirlo. Si queremos.
Incluso cuando nos interesamos por nuestro crecimiento personal, creemos que en los criterios familiares que cumplimos no hay nada que cuestionar. No queremos cuestionarnos, sólo tener más conciencia, pensando que nos traerá paz. Sin embargo, la conciencia no depende de la voluntad. Si así fuera, ya seríamos todos plenamente conscientes. Lo que si depende de la voluntad es que estemos realmente dispuestos a dejar de ser el mayor obstáculo para la conciencia.
Ser conscientes no consiste en hacer algo, sino en dejar de estorbar. A esto, los orientales le llaman sabiduría. El único paso que podemos dar voluntariamente consiste en determinar dónde dirigimos la atención. Pero eso sólo es mirar. Que seamos capaces de ver depende del interés que tengamos en descubrir cómo somos realmente. Porque lo que pensamos que somos es, precisamente, lo que obstaculiza la conciencia.
Estamos acostumbrados a no cuestionarnos. Por eso, sin alguien que nos acompañe y nos ayude a ver lo que no vemos, probablemente seguiremos engañándonos. También necesitamos apoyo. Pero no para que nos lleven de la mano por la vida, como a los niños pequeños, y nos muestren el resultado final, sino para recorrer el largo camino de la madurez, que nos permita comprender por nosotros mismos. Esta es la única forma de acercarse a la conciencia.
Vivimos en un mundo de conceptos creados por la mente y los superponemos a la realidad. No somos lo que pensamos que somos. La moral familiar del bien y el mal nos impide ser conscientes de lo que somos. Porque cuando dirigimos la atención a nosotros mismos, seleccionamos lo que debemos ser e ignoramos o rechazamos lo que no deberíamos ser. Pero lo somos. Esta parte queda en la sombra, llenando el presente de pasado y de futuro, y enturbiando la claridad de la conciencia. De ahí la dificultad de darse cuenta de lo que acontece en el momento presente.
Guiados erróneamente por la conciencia moral, nos juzgamos y nos ponemos a la defensiva de una parte de nosotros mismos. Este empeño en mantener una imagen distorsionada de lo que somos es lo que nos mantiene atrapados. El sufrimiento crece en nuestra sombra, donde no llega la luz de la conciencia. La salida del sufrimiento pasa por ver qué estamos construyendo para no ser conscientes de nosotros mismos. La única opción es cuestionarnos, abrir paso a la conciencia.
La conciencia discierne con nitidez lo que nos pasa: lo que sentimos, pensamos y hacemos. Sin confundirnos y sin seguir engañándonos. Sin juicios morales. Sin rechazar nada y sin apegarse a nada. Sin quererlo cambiar. Sólo así podremos permanecer en contacto con lo que realmente somos, abrir el corazón y acogerlo sin temor. Cuando la conciencia se hace presente, junto a ella llega una nueva comprensión. Quien quiere ver la conciencia ahora es visto por ella. Dejar de ser lo que no somos nos permite ser conciencia.
En nuestra cultura, la influencia de la religión dota a la conciencia de un significado moral, asociado a dos conceptos ambiguos: el bien y el mal. No todas las culturas, familias o personas tenemos la misma opinión acerca de lo que es correcto. Cada definición de conciencia moral suele hacer coincidir el bien con el propio criterio y sitúa el mal en todo aquél que se atreva a cuestionarlo.
Esta visión infantil y manipuladora de la conciencia se mantiene y se transmite, de generación en generación, mediante los patrones y personajes familiares. Cada familia tiene sus propios valores, que llevan implícita su particular definición acerca del bien y el mal. Todos, en cada familia, saben lo que se espera de ellos. Es difícil que algún miembro lo cuestione, pues pondría en riesgo su pertenencia a la familia y por tanto, su identidad.
Todos hemos incorporado este concepto moral al que denominamos conciencia. Adopta la forma de un padre interiorizado con el que nos juzgamos a nosotros mismos y a los demás constantemente. Esto origina un mecanismo perverso, pues actuar con arreglo al criterio familiar lo asociamos con el bien y por tanto, con tener conciencia. Aprendemos así a no cuestionarnos nada, a vivir condicionados, actuando tal y como se espera de nosotros, repitiendo los roles y patrones familiares. Inconscientes de nuestra inconsciencia.
Sin embargo, la conciencia nada tiene que ver con la moral. Es algo mucho más simple: la conciencia es darse cuenta de lo que acontece en el momento presente. Eso es todo. Es tan simple, que nuestra mente racional se llena de preguntas: ¿darse cuenta de qué? ¿qué es el presente? Entonces, nos damos cuenta de nuestra ignorancia: en realidad, no lo sabemos. La vida es una oportunidad para descubrirlo. Si queremos.
Incluso cuando nos interesamos por nuestro crecimiento personal, creemos que en los criterios familiares que cumplimos no hay nada que cuestionar. No queremos cuestionarnos, sólo tener más conciencia, pensando que nos traerá paz. Sin embargo, la conciencia no depende de la voluntad. Si así fuera, ya seríamos todos plenamente conscientes. Lo que si depende de la voluntad es que estemos realmente dispuestos a dejar de ser el mayor obstáculo para la conciencia.
Ser conscientes no consiste en hacer algo, sino en dejar de estorbar. A esto, los orientales le llaman sabiduría. El único paso que podemos dar voluntariamente consiste en determinar dónde dirigimos la atención. Pero eso sólo es mirar. Que seamos capaces de ver depende del interés que tengamos en descubrir cómo somos realmente. Porque lo que pensamos que somos es, precisamente, lo que obstaculiza la conciencia.
Estamos acostumbrados a no cuestionarnos. Por eso, sin alguien que nos acompañe y nos ayude a ver lo que no vemos, probablemente seguiremos engañándonos. También necesitamos apoyo. Pero no para que nos lleven de la mano por la vida, como a los niños pequeños, y nos muestren el resultado final, sino para recorrer el largo camino de la madurez, que nos permita comprender por nosotros mismos. Esta es la única forma de acercarse a la conciencia.
Vivimos en un mundo de conceptos creados por la mente y los superponemos a la realidad. No somos lo que pensamos que somos. La moral familiar del bien y el mal nos impide ser conscientes de lo que somos. Porque cuando dirigimos la atención a nosotros mismos, seleccionamos lo que debemos ser e ignoramos o rechazamos lo que no deberíamos ser. Pero lo somos. Esta parte queda en la sombra, llenando el presente de pasado y de futuro, y enturbiando la claridad de la conciencia. De ahí la dificultad de darse cuenta de lo que acontece en el momento presente.
Guiados erróneamente por la conciencia moral, nos juzgamos y nos ponemos a la defensiva de una parte de nosotros mismos. Este empeño en mantener una imagen distorsionada de lo que somos es lo que nos mantiene atrapados. El sufrimiento crece en nuestra sombra, donde no llega la luz de la conciencia. La salida del sufrimiento pasa por ver qué estamos construyendo para no ser conscientes de nosotros mismos. La única opción es cuestionarnos, abrir paso a la conciencia.
La conciencia discierne con nitidez lo que nos pasa: lo que sentimos, pensamos y hacemos. Sin confundirnos y sin seguir engañándonos. Sin juicios morales. Sin rechazar nada y sin apegarse a nada. Sin quererlo cambiar. Sólo así podremos permanecer en contacto con lo que realmente somos, abrir el corazón y acogerlo sin temor. Cuando la conciencia se hace presente, junto a ella llega una nueva comprensión. Quien quiere ver la conciencia ahora es visto por ella. Dejar de ser lo que no somos nos permite ser conciencia.
2 comentarios:
Inmenso, me ha encantado!
Gracias por el blog.
Besos
Hola Camino!!
Gracias a ti, por tu comentario.
Besos
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