La culpa de todo la tiene...

Hay personas que, cuando surge alguna contrariedad en su vida, son rapidísimos en encontrar a quién responsabilizar de sus males. Parecen estar muy entrenados. Jefes, directores, ministros, y hasta el presidente del gobierno suelen ser sus objetivos preferidos. Cualquier figura de autoridad les puede servir, incluso aunque no hayan estado jamás a menos de un metro de ellos.

Cuanto más alejado de nosotros mismos se encuentre la persona a quien responsabilizamos, más nos está doliendo lo que nos está pasando. Culpar a alguien lejano y poderoso es una forma de intentar quedar a salvo. A lo mejor nos tranquiliza y nos libera de enfrentarnos a nuestros propios sentimientos de frustración e impotencia. Pero hay algo que no se altera: nuestra propia responsabilidad.

Es más fácil odiar a alguien lejano que aceptar nuestra carencia de recursos emocionales para afrontar la situación en la que nos encontramos. Hay ciertas emociones que nos resultan insoportables, de las que no queremos responsabilizarnos. Sin embargo, despotricar para camuflarlas bajo el manto de la rabia tan sólo consigue perpetuarnos en la rabieta infantil.

En algún momento tendremos que elegir cómo queremos vivir nuestra vida: como adultos maduros y responsables o como niños quejumbrosos y culpabilizadores. ¿Cuánto de lo que sucedió en nuestro pasado continúa aún enredando en nuestro presente, impidiéndonos crecer?

Hubo un tiempo lejano, en el que disfrutábamos de una simbiosis perfecta en el vientre de nuestra madre. Allí estábamos protegidos y obteníamos de inmediato todo lo que necesitábamos. Con nuestro nacimiento, la simbiosis dio paso a una paradoja: éramos seres independientes, pero tan frágiles todavía, que seguíamos dependiendo de nuestros padres para satisfacer todas nuestras necesidades.

Durante esa etapa de fusión parental, aprendimos algo muy importante: que en la vida siempre hay una distancia entre nuestra necesidad y su satisfacción. Seguramente, con eso no contábamos. La dinámica familiar en la que experimentamos estos encuentros tempranos con la frustración marca el grado de aceptación o tragedia con el que afrontaremos las contrariedades de la vida. Si lo vivimos en un clima seguro y amoroso, capaz de calmar nuestra angustia y devolvernos la serenidad, el contacto con la frustración se convierte en uno de los pasos más importantes hacia la maduración.

Cuando aprendemos a caminar, disponemos de más recursos para obtener lo que necesitamos y para manejar las dificultades. Pero necesitamos ponerlos en práctica para seguir madurando. Esto supone vencer la incertidumbre e iniciar la separación. Para ello, es imprescindible que hayamos recibido e interiorizado un sólido apoyo emocional de nuestros padres durante la etapa de fusión. Sólo así aprendemos a tolerar que la distancia entre la necesidad y su satisfacción se vaya ampliando, y establecemos una relación más realista con la adversidad. Cuando somos capaces de transitar la angustia que sentimos ante los problemas, podemos conectar con nuestra creatividad para resolverlos.

Sin embargo, hay ocasiones en las que nuestros padres, debido al amor mal entendido, actúan como si la simbiosis no hubiera terminado: madres hiperprotectoras y padres que se inhiben. Otras veces, por falta de apoyo, abandono emocional o exigencia prematura y desmedida, dificultan nuestro adecuado progreso hacia la separación, prolongando indefinidamente nuestra etapa de fusión. En ambos casos, aunque física y cognitivamente continuamos creciendo, dejamos de crecer emocionalmente.

Entonces, llegamos a la edad adulta inmaduros y resentidos. Incapaces de afrontar nuestros problemas, porque seguimos creyendo que los padres fusionales tienen que resolverlos. Incapaces de soportar la frustración, porque seguimos creyendo que los padres simbióticos deben impedir que nada nos afecte. Al no haber conseguido interiorizar unas referencias parentales sólidas, que sustenten emocionalmente nuestra individualidad, seguimos buscándolas fuera, en las figuras de autoridad.

Cuando algo nos engancha al mirar el mundo exterior, algo tenemos pendiente de resolver en nuestro mundo interior. De nada sirve responsabilizar a los demás. Actuar así nos genera más sufrimiento, pues ni afrontamos la insatisfacción que sentimos ni resolvemos la situación que la provoca. Nos quedamos bloqueados, atrapados en la rabia y la frustración, sin saber qué hacer.

Como niños, seguimos mirando a las figuras de autoridad, responsabilizándoles de todo lo que nos pasa. Esperando que nos resuelvan los problemas y nos protejan de toda contrariedad. Porque nos sentimos incapaces de afrontar nuestra realidad. Esto nos duele tanto, y nos hace sentir tanta rabia hacia ellos, porque de nuevo sentimos que nos quedamos sin lo que tanto echamos de menos.

Nuestros padres hicieron lo mejor que supieron. El pasado no se puede cambiar. Pero hoy tenemos la oportunidad, si queremos, de empezar a resolver nuestros conflictos emocionales y reanudar el crecimiento que quedó interrumpido hace mucho tiempo. A diferencia de entonces, hoy sí somos responsables de nosotros mismos. Por eso, no necesitamos seguir responsabilizando a los demás de lo que nos pasa, pues sólo nosotros lo podemos resolver.


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