Las sutilezas de la envidia

La envidia es una emoción como cualquier otra. Sin embargo, en nuestra cultura se ha convertido en tabú. Sentir envidia parece una especie de maldición. Cuando alguien se atreve a mostrar su envidia, la reacción silenciosa de los demás le crea un vacío tan angustioso, que inmediatamente necesita rellenarlo, añadiendo la coletilla: “envidia sana, por supuesto”. ¿Qué nos impide identificar y, sobre todo, admitir la envidia?


La versión más conocida de la envidia consiste en el sentimiento de animadversión hacia quien posee algo que nosotros no tenemos. Nos fijamos en el objeto deseado y rechazamos a quien lo posee: es la envidia de “tener”. Surge de nuestra sensación interior de carencia, que intentamos rellenar buscando afuera lo que creemos que nos falta dentro. Pero la envidia suele adoptar otras formas más sutiles.

Cuando no somos capaces de reconocer lo que tenemos ni de valorar lo que recibimos, nos consideramos incapaces, inútiles. Al sentirnos defectuosos o incompletos, nos comparamos con los demás, en busca de las cualidades que creemos que nos faltan. Sin embargo, nos fijamos más en sus logros. Creemos, ingenuamente, que si conseguimos llegar tan alto como ellos, obtendremos las capacidades de las que carecemos. Es la envidia de “hacer”.

Hay otra forma de envidia más difícil de identificar: la envidia de “ser”. Surge de una profunda desconexión con nuestro ser esencial, con nuestra identidad. Al no saber quiénes somos, nos dedicamos a buscarlo observando cómo son los demás. De ahí surge la imitación, que nos aleja aún más de lo que realmente somos.

En otras ocasiones, al mostrarnos ante los demás, nos damos cuenta de que somos más vulnerables, más egoístas, más agresivos, más envidiosos… En este caso, nuestra mirada no va en busca de algo mejor en el otro, sino hacia lo que hemos mostrado. Porque al compararnos con el otro nos hace sentir perdedores, inferiores, inadecuados. Si nos sentimos peores, eso implica que el otro es mejor. Aunque sólo sea en ocultar lo que nosotros no hemos sido capaces de mantener oculto. Bajo este recorrido tan sutil se encuentra la envidia de nuevo. Es la envidia de “no ser”.

Comparación
La base de la envidia es la comparación. Sin comparación no es posible sentir envidia. Si fuéramos capaces de aceptarnos a nosotros mismos tal y como somos, ¿para qué necesitaríamos compararnos con los demás? Sin embargo, lo hacemos. Tal vez, para ver si encontramos la manera de superar nuestras limitaciones sin tener que hacer nada con ellas. El problema es que mediante la comparación, lo único que conseguimos es mantener la mirada desvalorizadora que ponemos sobre nosotros mismos y aumentar el deseo de conseguir o destruir todo aquello que nos haga sentir inferiores.

Con la envidia, nos desconectamos de nuestras necesidades y actuamos arrastrados por los deseos que se despiertan al estar siempre mirando a los demás. Nos planteamos objetivos imposibles, metas inalcanzables, deseos omnipotentes de perfección, de conseguir algo, de hacer algo, de ser de una determinada manera. Sólo porque lo hemos visto en alguien con quien nos comparamos.

Sin embargo, así vamos en la dirección contraria. El brillo cegador de la envidia nos impide ver que todos somos seres únicos, diferentes y por tanto, incomparables. Nunca vamos a ser como los demás, porque nosotros ya somos.

A veces, nos cuesta admitirlo. Porque hay heridas de la infancia que se reabren con la envidia. Nunca nos llegó de nuestros padres todo el afecto que nos habría gustado tener. O peor aún, se lo daban a algún hermano favorito y nos sentíamos abandonados. Con el tiempo, nos fuimos acostumbrando a esa forma de compararnos, hasta no ser preferidos ya ni por nosotros mismos. Así hemos ido ahondado nuestro vacío interior. Ahora, cuando sentimos envidia, nos quedamos paralizados por el sufrimiento, incapaces de actuar. Mirando hacia fuera para compensar lo que nosotros mismos estamos desvalorizando dentro. Con el anhelo de quedar alguna vez en el montón de los elegidos, sin darnos cuenta de que no hay elegidos y nunca los hubo.

Nuestro vacío interior nunca se va a llenar con las virtudes que tanto valoramos en los demás, sino aceptando nuestras limitaciones y desarrollando nuestras propias capacidades y recursos. Para ello se requiere un largo y bonito proceso de reencuentro con lo que realmente somos. Hasta que seamos capaces de valorarnos; de compartir en lugar de comparar; de enriquecernos mutuamente en lugar de continuar paralizados por la envidia. De lo contrario, seguiremos esperando a que los demás adivinen que tenemos problemas y nos los resuelvan. O a que nos den lo que nosotros no somos capaces de darnos. Comparación o responsabilidad: esa es nuestra elección.

4 comentarios:

Azucena Pérez dijo...

Enhorabuena José por tu página. Me ha gustado mucho este artículo sobre la envidia.

José Gómez dijo...

Hola Azucena. Bienvenida al blog. Me alegro de que te haya gustado.
Un abrazo.

Anónimo dijo...

Hola, muchas felicidades por la entrada y el blog en general. Todo está muy bien escrito, estructurado y sobre todo interesante.

José Gómez dijo...

Gracias, lpjimenez.
Un abrazo.

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