Adultos con mirada infantil

A principios del siglo pasado, Freud señalaba que nuestros sentimientos infantiles de indefensión y el consiguiente deseo de ser protegidos por un padre todopoderoso son la base en la que se sustenta la religión. Convertirnos en adultos requiere algo más que el mero paso del tiempo. Mientras sigamos conservando una forma infantil de mirar la vida, estaremos distorsionando el significado profundo de nuestras vivencias cotidianas y limitando nuestra capacidad para poder afrontarlas.



Cuando éramos niños, sólo disponíamos de recursos simples para manejar la complejidad. En nuestra mirada infantil sólo cabían dos conceptos: bien y mal. Cuando deseábamos algo, podíamos hacerlo si estaba bien y no podíamos hacerlo si estaba mal. Como aún no teníamos nuestro propio criterio, actuábamos según el de nuestros padres, lo cual nos sirvió para poder sobrevivir.

Con demasiada frecuencia, llegamos a la edad adulta manteniendo la misma mirada infantil: seguimos utilizando los deseos, el bien y el mal como referencia, en lugar de desarrollar los recursos que nos permitan saber lo que necesitamos, lo que nos beneficia y lo que nos perjudica. Preferimos quedarnos en la comodidad de la dependencia infantil, en lugar de evolucionar hacia la autonomía y la responsabilidad del adulto que somos.

Al ensalzar el bien y el mal como los dos grandes referentes psicológicos de la condición humana, la religión ha conseguido influir en nuestra cultura, haciendo un flaco favor a la madurez individual. Evaluar las circunstancias complejas con tan sólo esos dos términos simples, perpetúa a los adultos en la mirada infantil. Pero no es este el único despropósito de la influencia religiosa.

Alcanzar la madurez pasa por ampliar la conciencia, un concepto que ha sido distorsionado. Para la mirada infantil, la conciencia es una especie de voz interna, eco de la de nuestros padres, que continúa diciéndonos lo que está bien y lo que está mal. Incluso si hacemos algo “malo”, nosotros mismos nos castigamos, sintiéndonos culpables por nuestra “mala conciencia”.

Para un adulto, en cambio, la conciencia es algo muy distinto: es la capacidad de darse cuenta de lo que sentimos, pensamos y hacemos aquí y ahora, y sobre todo, la determinación de responsabilizarnos de ello. A un adulto, los términos bien y mal no le dicen nada, pues sabe lo ambigua, subjetiva y manipuladora que suele ser su definición. Es preciso dejar atrás esos dos conceptos infantiles y establecer nuestro propio criterio con honestidad, siendo conscientes de lo que nos beneficia y nos perjudica. No sólo a nosotros mismos, sino también a los demás.

Cuando tenemos algún conflicto al relacionarnos con los demás, la mirada infantil nos deja atrapados entre el bien y el mal, sin más criterio que ese para manejar el dolor: el otro actuó mal, así que es el otro el que tiene que hacer algo para que deje de dolernos. Como no lo hace, y encima nos sigue doliendo, aumenta nuestro resentimiento, sin darnos cuenta de que eso es lo que nos produce más sufrimiento.

Este círculo vicioso se rompe con el perdón, uno de los conceptos que más ha sido manipulado. Desde la mirada infantil, perdonamos si el otro se humilla ante nosotros y nos pide perdón. Perdonar sin que el otro lo pida sería humillarnos, dejar libre al otro, sin culpa alguna, algo inadmisible en términos de buenos y malos. Esta forma de perdón es truculenta, pues al hacerlo depender del otro, en realidad no perdonamos nunca. Nos sitúa en una posición de soberbia frente a quien nos dañó, sin darnos cuenta de que así nos quedamos en el rol de víctima, atrapados en el dolor.

El perdón adulto no es humillante, sino reparador. No depende de que lo pida el otro, sino de nosotros mismos. No es algo externo, que haya que comunicar al otro, sino un acto interno de sanación. Consiste en ser consciente de cómo el resentimiento nos mantiene enganchados al pasado y a quien nos dañó. El rencor alimenta el dolor y por tanto, nos perjudica. En cambio, perdonar nos beneficia.

Para el adulto, perdonar es soltar el enganche con el otro, dejar de alimentar el rencor y hacerse cargo de su dolor. Entonces, puede dedicar su energía y su conciencia a sanarlo y a aprender cómo evitarlo si ocurriera de nuevo. El niño en cambio, se queja, espera que el otro le pida perdón, busca quien castigue a su agresor, pero no sabe qué hacer con su dolor. Su mirada infantil de buenos y malos le convierte en alguien dependiente de los demás, sin capacidad para aliviar su propio sufrimiento.

Necesitamos aprender a crecer, a ser adultos, maduros, responsables y autónomos. Desprendernos de la mirada infantil no es fácil, pero cargar con esos dos compañeros infantiles, el bien y el mal, entorpece el desarrollo de nuestros propios recursos para madurar. Necesitamos una conciencia más amplía para abarcar la complejidad. No podemos dejar el alivio de nuestro sufrimiento en manos de los demás, ya que así nos convertimos en víctimas, en lugar de tomar lo que nos pasa como una oportunidad de crecimiento. Tenemos que asumir la responsabilidad sobre nuestra vida. De lo contrario, seguiremos siendo adultos con mirada infantil.

4 comentarios:

Berni dijo...

Enhorabuena por la entrada, es magnífica.
Gracias por compartir tus conocimientos y puntos de vista particulares de una manera tan esclarecedora y didáctica.

José Gómez dijo...

Gacias Berni. Me alegro de que te haya gustado.

Ignacio Segovia dijo...

Muy buen post. Me lo quiero volver a leer más adelante porque tiene mucha miga. :)

José Gómez dijo...

Gracias, Ignacio. Me alegro de que te haya resultado interesante.
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