De la queja a la responsabilidad

Cuando nuestros puntos de vista, necesidades o intereses no coinciden con los de las personas con las que nos relacionamos, surge el conflicto. No siempre es fácil que uno pueda conseguir lo que quiere o necesita sin que el otro se sienta perjudicado. Cuanto mayor sea el vínculo afectivo que nos une, más nos duele que no nos tengan en cuenta. Esto sucede en todas las relaciones, pero es especialmente sensible en las relaciones de pareja.



Cuando nos sentimos perjudicados por alguien, lo primero que se nos ocurre es quejamos de su actitud. Estamos tan convencidos de que nuestro malestar ha sido causado por el otro, que le exigimos que actúe de otra forma, porque creemos que así conseguiremos aliviar nuestra insatisfacción. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, la queja no produce este efecto, sino el contrario. Lo único que conseguimos quejándonos es añadir un nuevo perjuicio y aumentar el conflicto: ahora es el otro el que se siente criticado, exigido y molesto por nuestra actitud.

Con mucha frecuencia, las parejas entran en este círculo vicioso del que es muy difícil salir, porque ambos están doloridos y ambos creen llevar razón. El problema es que, efectivamente, ambos la tienen. A nadie le gusta que los demás no le tengan en cuenta, le ignoren o le traten sin respeto. Del mismo modo, a nadie le gusta que le digan lo que tiene que hacer y mucho menos que le digan cómo tiene que ser.

Cuando cada uno culpa al otro de su malestar, está dejando de responsabilizarse de su propio dolor. Mirando al otro sólo vemos perjuicio, queja y deseo de que el otro actúe de otra forma. Nos quedamos pegados al otro y nos desconectamos de nosotros mismos. La única solución es cambiar la mirada. ¿Qué estoy sintiendo?, ¿qué estoy haciendo con lo que estoy sintiendo?, ¿para qué actúo así?

Responsabilidad
Cuando asumimos la responsabilidad de lo que nos pasa, la mirada puede dirigirse a nuestro interior. Lo que el otro nos hace nos puede hacer sentir rabia, tristeza, impotencia, frustración, decepción… la lista puede ser muy larga. Todas estas emociones suelen tener en común que nos provocan un sentimiento primario de rechazo. Si no ponemos suficiente conciencia en esta sensación, el rechazo se convertirá en queja y de nuevo nuestra mirada se dirigirá hacia el exterior: hacia quien nos perjudicó.

De este modo, nos quedamos atrapados en la queja. E incluso nos convertimos en especialistas en la queja. Contamos una y otra vez lo que el otro nos hace, tratando de que nos comprendan y que nos den la razón. Nos quejamos porque el otro no cambia y no nos damos cuenta de que en nosotros nada va a cambiar mientras que lo único que hagamos sea quejarnos.

Pero si nos responsabilizamos de lo que sentimos, podremos darnos cuenta de que no estamos rechazando a quien nos daña, sino a nuestro propio dolor. No nos damos cuenta de que, sea lo que sea lo que el otro nos hizo, el dolor que nos ha producido permanece aún en nuestro interior. Por más que nos quejemos del otro, no vamos a conseguir jamás aliviar ese dolor.

Nos duele porque no sabemos pedir lo que necesitamos, porque no sabemos darnos cuenta a tiempo, porque no sabemos hacer frente a la situación, porque no sabemos evitarlo, porque no sabemos defendernos, porque no sabemos responder, porque no sabemos situarnos en nuestro sitio, porque no nos hacemos respetar, porque no sabemos cuidar de nosotros mismos. Esto es lo que nos duele.

Si se trata de un conflicto con la pareja, cuando conseguimos recuperar un atisbo de lucidez en medio de este mar de queja y rencor, nos encontramos con que estamos en guerra contra alguien a quien amamos. Esto nos sitúa frente a una contradicción. Nos duele no ser capaces de seguir amando, de ver cómo con nuestra queja estamos cerrando la puerta del corazón.

En algún momento, tendremos que elegir: podemos continuar sufriendo o podemos asumir la responsabilidad de nuestra propia vida. El rencor y la queja nos mantienen enganchados a quien nos dañó. En cambio, asumir nuestros errores nos permite salir de nuestra inmadurez, aprender a perdonar y a responsabilizarnos del dolor.

Perdonar no es olvidar que el otro nos dañó ni eximirle de su responsabilidad. Perdonar es dejar de esperar que sea el otro el que nos alivie el dolor. Es volver la mirada y contactar con nuestro interior. Es aceptar nuestras imperfecciones y límites, y responsabilizarnos del dolor: asumir que sólo nosotros podemos sanarlo, que nadie puede hacerlo por nosotros. Nadie. Ni siquiera quien lo causó.

Responsabilizarse del dolor no es fácil, pero es imprescindible para poderlo sanar. En muchas ocasiones, necesitamos que alguien nos acompañe mientras transitamos por ese difícil proceso. Es más fácil continuar quejándose, pero aunque parezca lo contrario, permanecer en la queja es lo que perpetúa el dolor.

2 comentarios:

Rafa dijo...

Querido amigo:

Primero, que suerte tienes con juana, y que suerte tiene Juana.

Segundo, casi de acuerdo contigo. El matiz es que tu hablas de perdon y yo no creo que sea posible. Aunque luego el perdon lo explicas como falta de rencor, y ahí voy mas allá: creo que hay demasiadas personas con odio, y que además de estúpido y peligroso, al fin y al cabo es un sentimiento intenso, es inutil y no lleva a nada.

Un abrazo.

José Gómez dijo...

Gracias por tus comentarios, Rafa.

Yo creo que el perdón siempre es posible, pues perdonar sólo depende de uno mismo. Lo que ocurre es que el concepto de perdón ha sido muy manipulado por la religión. El perdón al que me refiero no es un acto hacia el exterior, sino un proceso interior de sanación del rencor.

Obviamente, el perdón no es algo que uno se propone y ya está, sino que forma parte de un proceso de duelo en el que tienen que tener cabida todas las emociones: rabia, tristeza, resentimiento... Perdonar lleva tiempo. No es fácil. Pero siempre es posible. Además, es imprescindible para poder aliviar el dolor.

He ampliado algo más esta visión del perdón en "Adultos con mirada infantil". Te invito a leerlo.

Un abrazo

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