Poner límites... ¿a quién?

Cada vez que tenemos algún problema de relación, nos damos cuenta de que tenemos que poner límites. Y efectivamente, así suele ser. Pero, ¿qué es poner límites? ¿a quién tenemos que ponérselos?



Cuando percibimos la agresión o la invasión del otro, pensamos que a esa persona tenemos que ponerle límites. Entonces, recurrimos a las recetas que nos ofrece la psicología de consumo: técnicas de asertividad, modificación del pensamiento disonante y distorsionado, incremento de la autoestima, aprendizaje, entrenamiento, etc. Todas ellas tienen la finalidad de que consigamos con éxito el objetivo deseado: ser capaces de decirle al otro lo que no nos atrevemos a decir, poner al otro en su sitio, etc. Pero todas ellas nos hacen ponen la mirada en el otro: lo vemos como un invasor medieval que asalta nuestro castillo y del que tenemos que aprender a defendernos como sea.

Sin embargo, poner tanto énfasis en el otro nos impide ver lo principal: girar la mirada hacia nosotros mismos y tratar de ver dónde y en qué estado se encuentran las almenas de nuestro castillo. O dicho de otra forma: cuánta conciencia tenemos de nuestros propios límites y de lo visibles que son para nosotros mismos y para los demás. Si no tenemos esto claro, ¿cómo vamos a saber qué límites han sido trasgredidos? Y lo que es peor, ¿cómo vamos a saber si lo que percibimos como una agresión no es en realidad una respuesta a nuestra previa agresión, llevada a cabo sin conciencia?

Un límite es aquello que permite determinar con claridad dónde empieza una cosa y dónde termina otra. Referido a las personas, el límite es lo que marca claramente lo que uno es y lo que uno no es. En las relaciones interpersonales, esto tiene una importancia fundamental, ya que las fricciones surgen precisamente cuando los límites no están definidos.

Los únicos a quienes podemos poner límites es a nosotros mismos. Ponernos límites significa estar en contacto con lo valioso de nosotros mismos, con lo que nos gusta y con lo que no nos gusta, con lo que queremos y con lo que no queremos, con lo que nos beneficia y con lo que nos perjudica. Cuando tenemos claro esto, la línea que delimita lo que yo soy y lo que no soy estará mucho más definida.

Sin embargo, nos empeñamos en querer ponérselos a los demás: manipularlos para que se comporten como nosotros queremos, para evitar el conflicto y sobre todo, para evitar tener que mostrar dónde están nuestros propios límites. Porque eso nos expone a ser rechazados o a tener que rechazar.

Desde ese contacto con nosotros mismos, no estaremos rechazando al otro cuando intente trasgredir nuestros límites, sino que estaremos preservando nuestra integridad. Podremos así detectar las relaciones tóxicas, y nos resultará más fácil poder salir de ellas.

Si el otro no nos da lo que necesitamos, en lugar de rechazarle o manipularle, tenemos la opción de pedírselo. El problema es que al pedir, mostramos aquello de lo que carecemos, y esto no suele hacernos ninguna gracia. Además, nos enfrenta al terrible dilema de que nos digan que no. Aunque también nos ahorra esperas innecesarias: vivir con la esperanza ilusoria de que el otro algún día se dará cuenta de aquello que necesitamos, y nos lo dará sin necesidad de pedírselo.

Es más cómodo vivir ignorando el dolor por nuestras carencias y necesidades, creyendo que no nos duele lo que nos falta, sino lo que el otro no nos da. Es más cómodo vivir sin la incertidumbre de tener que tomar decisiones, dejando que los demás decidan por nosotros y reservándonos el papel de reclamar si éstas no nos convienen. Es más cómodo vivir sin conciencia de nuestros propios límites y sin mostrarlos, porque así siempre podremos decir que no nos duele ignorar quiénes somos, sino que el otro nos impida ser… ¿Vamos a continuar engañándonos?

Cada uno somos responsables de conocer los límites que configuran nuestra identidad. El contacto profundo con nosotros mismos nos permite responsabilizarnos de nuestros propios límites y dejar de culpar a los demás por lo que nos sucede. Siempre está en nuestra mano decidir qué hacemos con lo que nos hacen los demás. No hacerlo es una de las principales causas de nuestra infelicidad.

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