Cuestión de dignidad

Nuestro aprendizaje social comienza en la familia. Las experiencias emocionales vividas en este primer espacio de convivencia van a determinar la estructura de nuestra personalidad y nuestra forma de valorar la dignidad al relacionarnos con los demás.


La dinámica familiar nos permite experimentar una mezcla de emociones agradables y desagradables que nos preparan para las futuras relaciones interpersonales. Recibir afecto, valoración, respeto o amor estimula nuestro desarrollo. Al mismo tiempo, las situaciones de frustración, exclusión o tristeza contribuyen a que nuestra visión del mundo sea más realista y equilibrada. En cambio, las experiencias de invalidación, abuso, maltrato, abandono, rechazo, agresión o violencia producen el efecto contrario.

La huella que van dejando en nosotros estas primeras vivencias va a determinar que nuestro desarrollo sea saludable o disfuncional. No depende tanto de que prevalezcan las experiencias positivas sobre las negativas, sino de que consigamos aprender a diferenciar nítidamente cuándo se está respetando nuestra dignidad como seres humanos y cuándo se está menospreciando.

En cualquier circunstancia, necesitamos que las personas significativas de nuestra infancia se relacionen con nosotros preservando nuestra dignidad. Esto significa que atiendan y respeten nuestras necesidades y preferencias. Y posteriormente, durante la adolescencia, que respeten nuestro derecho a disponer de espacios físicos y mentales de intimidad, y nuestro derecho a ser diferentes, con libertad para construir nuestro propio criterio y para utilizarlo a la hora de actuar.

Si durante este proceso de individuación se respeta nuestra dignidad, podemos construir un autoconcepto valioso sobre el que se va consolidando nuestra identidad, la propia visión de nosotros mismos, diferenciados de los demás. Este largo proceso culmina cuando conseguimos convertirnos en adultos. Es decir, cuando nos sentimos responsables de nuestra propia vida.

Según el trato que hemos recibido, así trataremos a los demás y permitiremos que ellos nos traten. Si aprendimos a respetar la dignidad, detectaremos los abusos propios y ajenos en todos los ámbitos de nuestra vida: familiares, académicos, laborales, sociales, políticos…. En caso contrario, nos pasarán desapercibidos.

Nuestra dignidad como seres humanos determina nuestra existencia y bienestar. Cuando hemos aprendido a apreciarla, nos respetamos a nosotros mismos, respetamos a los demás y nos hacemos respetar. En las relaciones personales, nuestras respuestas serán adaptativas. Pero no porque con ellas pretendamos adaptarnos a cualquier entorno, aunque sea alienante, como manipuladoramente nos enseñaron, sino porque más allá de cualquier circunstancia, valoraremos la dignidad.

Teniendo presente nuestra dignidad, podremos afrontar los problemas cuando sea posible resolverlos. Y cuando no sea posible, sabremos esperar mientras seguimos esforzándonos en conseguir mejores circunstancias que lo permitan.

En cambio, cuando en nuestro desarrollo hay vivencias disfuncionales y se invade nuestro espacio de intimidad, nuestra dignidad queda dañada. Entonces, construimos una protección egocéntrica, desde la que emitimos respuestas desadaptativas. Si no somos capaces de valorar a los demás ni de defender nada que esté más allá de nuestro propio beneficio, nos alejamos aún más de la dignidad.

Desde el egocentrismo, nos relacionamos defensivamente, mediante actitudes como la dominación, la sumisión o la idealización, estableciendo relaciones de dependencia, basadas en el apego, para evitar la sensación de abandono. O mediante la evitación, la negación, la huida o la indiferencia, basadas en la ignorancia, para seguir viviendo en la ilusión, en lugar de mirar de frente a la realidad.

La actitud defensiva más frecuente, basada en el rechazo, consiste en relacionarnos con agresividad, generando violencia para evitar sentir el dolor. No siempre agredimos de forma evidente, también lo hacemos de forma sutil, mediante la agresión pasiva. Aunque la intención de agredir sea inconsciente, no deja de ser agresión. Es difícil de identificar, pues solemos camuflar la agresión pasiva bajo ciertas convenciones sociales, dirigidas a los demás, en forma de sorpresas, bromas, faltar a citas o llegar tarde... Pero también pueden ir dirigidas contra uno mismo: olvidos, boicots, piercing…

Las personas agresivas buscan espacios y crean situaciones donde ejercer y legitimar su agresividad. Desde su defensa egocéntrica, suelen argumentar que la agresividad forma parte de la naturaleza humana y que si no agreden, serán agredidos. Pero esto sólo sirve para justificar su ausencia de trabajo personal para recuperar la dignidad que les fue arrebatada y restituir su humanidad.

Una vez que se ha adquirido la conciencia del inmenso valor que tiene la dignidad humana, nunca se pierde. La dignidad nos iguala como seres humanos. Nos permite valorar a los demás y defender los objetivos comunes, que trascienden nuestra egocéntrica individualidad. La dignidad nos permite vivir y morir dignamente. En cambio, desde la defensa egocéntrica a ultranza, vivimos sin dignidad.

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